El Centro Histórico de Xalapa
Javier Estrada San Miguel
Lo que hoy llamamos pomposamente “Centro Histórico de Xalapa” es la traza exacta del pueblo en el siglo XVIII: unas cuantas calles, amplias, torcidas y desparramadas por la falda del Macuiltepetl, que en pleno auge de las Ferias de la Flota Mercante, allá por mil setecientos y tantos, debieron ofrecer un espectáculo fascinante emulando un gran tianguis entre persa y totonaco, que daba cabida a mercaderías provenientes de la mitad del mundo: Asia, América y Europa.
Baste decir, sólo para poder imaginárselo, que durante los trescientos años de la Colonia no hubo otra población en la Nueva España que recibiera de manera concertada tantos visitantes de tan diversa procedencia que llegaban para comerciar y parrandear durante unos sesenta o setenta días, alejados del vómito negro, los zancudos y los piratas malvados que merodeaban las costas del Golfo y el Caribe.
Con su aire ligeramente medieval, el villorrio se prestaba de sobra como escenario para que lo recorrieran personajes de todo linaje: desde los personeros del Virrey de casaca bordada y peluca, hasta los mendigos de harapos más miserables, pasando por traficantes, marineros, soldados, arrieros, raterillos, muchachas de muy buen ver y comediantes de la legua, que subiendo por aquí y bajando más allá por los empinados callejones, apenas alumbrados con antorchas, daban vida a la incipiente metrópoli que se brindaba cálida y hospitalaria al visitante, ofreciendo por igual la posada mejor atendida, una plaza de gallos reglamentaria, casas de juego de lotería y conquián y suficientes figones de memelas y chilatole, dignos antecesores del fast food.
Esta especie de siglo de oro xalapeño marcó sin duda un estilo austero y chato del pueblo, con sus toscas construcciones de cal y canto, y pisos de ladrillo, destinadas indistintamente a servir como mesones, bodegas, cuarteles, establos y, a veces, al mismo tiempo, como habitaciones particulares, en un alucinante y confuso trastocamiento que acabó por trasladarse hasta nuestros días.
Vino enseguida el siglo romántico, el XIX, con sus muy ilustres y prosopopéyicos visitantes, que con lenguaje almibarado nos dejaron la estampa indeleble de una Xalapa de ensoñación: Humboldt, Francis Calderón de la Barca, Payno, entre muchos otros. Sus relatos son preciosos; a veces de una comicidad involuntaria. Don Guillermo Prieto (el mexicano más querido para mí de ese siglo) se anotó la puntada de decir que Xalapa era algo así como “un juego de ajedrez con las piezas en desorden y confundidas en el tablero, como un puñado de trigo lanzado sobre un lienzo reborujado” y remataba diciendo que “el que camina en el interior de la ciudad va como una mosca que atraviesa un molde para una piña de gelatina” (gulp).
De plano, en una de esas, se imaginó a Xalapa como un cuadro de Picasso, sólo que medio siglo antes de que el monstruo malagueño pensara en el cubismo. Dijo entonces don Guillermo: “es como una figura humana pintada en una tela flexible que se arruga por todas partes por capricho, y que se ve, como a la vez un pie junto de un ojo y la mano desprendiéndose como de la frente, y ésta como saliendo de un muslo…” (sin comentarios).
Don Ignacio Manuel Altamirano, —otro personajazo de entonces— hallando a Xalapa tan limpia y hermosa, se la imaginó en su delirante descripción como la “heredera de la reluciente Zempoala, antigua capital de los totonacos”, que de tan blanca pareció a los atónitos y codiciosos conquistadores “una ciudad construida de plata”.
Se verá que era mayúscula la necesidad de poetas y cronistas por idealizar en grado superlativo nuestra ciudad, pero no hay que negar que Xalapa también hacía su parte para dejarse admirar: no tenía taxistas, ni repartidores de tortillas en motocicleta, ni autobuses de la línea Lomas Verdes; no se habían inventado las estorbosas camionetas Windstar ni los tinacos Rotoplas. A principios del siglo veinte, avenidas, callejuelas y plazas, eran un espacio de armónica convivencia entre bestias de carga, transeúntes, vendedores de gallinas y uno que otro fordcito. Aun en los años treinta, un burro extraviado en pleno centro de la ciudad era conducido con toda amabilidad a la estación de policía en tanto se localizaba a su legítimo propietario.
En fin. El asunto es que nadie sabe con precisión ni cuándo ni cómo el destino alcanzó a Xalapa: hoy un poco desproporcionada de medidas como dama mayor, pero todavía muy coqueta; algo caprichosa y exigente, quizás hasta divertida, obligándonos a refinar el olfato para distinguir entre el diesel de los autobuses y el jazmín de sus jardines; muy verde todavía si se le compara con las megaurbes de moda, pero muy gris y opaca si nos remontamos a su brillantez legendaria; dejando apenas al descubierto su belleza bajo múltiples capas de maquillaje, toneladas de concreto, fachadas tapizadas con azulejo para baño, corrientes de agua antes diáfanas que se transformaron en cañerías a cielo abierto, intrincadas telarañas con toda clase de cables que ni siquiera el gran Houdini intentaría desatar… Y sin embargo, se mueve.
Aquí está, iniciando una nueva centuria, nuestra querida ciudad de los mil y un adjetivos: Jardín de Anáhuac… Atenas Veracruzana… Ciudad de las flores… Novia de la Primavera… Aquí sigue, esperando —como Penélope— a ver si ya le cumplen o la dejan como estaba. Aguardando también, por cierto, que le llegue un buen cronista.
Bienvenida, por eso, la prosa antisolemne y deleitante de Edmundo. Su fraseo juguetón marca distancia del estilo ampuloso y adormecedor al que nos querían acostumbrar los cronistas oficiales. Con su fino humor y no sin un dejo de buena nostalgia nos abre las puertas de una Xalapa subcutánea, inmortal, resplandeciente, íntima, dispuesta a seguir enamorando poetas a cualquier precio.
Prólogo al libro El Centro Histórico de Xalapa,
de Edmundo Sánchez Tagle, 2003.