Por Raquel Peguero
La partitura se escribe en el aire con instrumentos que son los objetos de la calle: la reja de una ventana, una puerta, un anuncio de metal, una fuente, una agujeta, un gorro de béisbol, una bolsa con cierre, una estatua, un farol…, la gente misma. Y es que el grupo francés Décor Sonore es capaz de sacar música hasta de una tapa oxidada.
Armados por un equipo móvil, exento de sintetizadores, apoyados solamente por bocinas que lanzan la obra creada a partir de un sistema de alta calidad que permite captar, revelar, amplificar y mezclar fuentes de sonidos que crean con el golpetear de las manos, cepillos o baquetas, la agrupación francesa sorprendió a los visitantes de la Plaza de San Fernando, en el marco del XLIV Festival Internacional Cervantino, con su Urbaphonix.
Elegantemente trajeados de negro, los intérpretes Jérôme Bossard, Damien Boutonnet, Gonzalo Campo, Stéphane Marin y Emeric Renard, comandados por Michel Risse, capturaron los sonidos circundantes y los transformaron. La voz discontinua de los cantantes callejeros, los merolicos ansiosos y los vendedores de baratijas, guardaron silencio por 45 minutos cuando descubrieron que desde una esquina de la plaza surgía un potente sonido que hizo voltear a todos.
Trepado en la base de un anuncio, uno de los tres intérpretes manipula el armazón de metal que sostiene haciéndolo sonar como un bello timbal. Mientras otro se afana en la reja de una ventana creando un rítmico sonido percutido.
El segundo movimiento se ejecuta en la fuente. Su cantarín sonido se funde con el golpetear del agua estancada, la percusión creada a mano limpia sobre su orilla mojada previamente y el raspar rítmico de una banca de madera. Las cuerdas bucales de uno de los intérpretes entran como sonidos ancestrales y se deslizan hasta el latir del corazón para señalar el camino hacia la plaza de San Roque.
De unas cuantas personas iniciales mirando el concierto, la procesión se ensancha al centenar que los sigue como si fueran el flautista de Hamelín. Embrujados por el sonido, lentamente se acomodan en el suelo mientras uno de los intérpretes, encaramado en la estatua dedicada a Enrique Ruelas, “bolea” sus zapatos, golpea sus piernas y brazos, pule su pipa y un cepillo bailarín retoza en la espalda del hierático maestro de teatro, manipulado por otro de los músicos que con ello inicia un diálogo sonoro al que se une una vieja estaca de madera, y la obra se convierte en una batucada alegre y festiva.
De entre el público, eligen a un chavo que carga un largo bolso de deportes y a otro que se cubre del sol con una gorra de béisbol y de ambos objetos crean sonidos de la selva, tambores batientes, rugidos de león, acompasado por la cuerda solitaria de la agujeta de un tenis, con un tempo y un ritmo precisos que hace pensar que más que improvisar, ensayaron por meses.
Frente a la iglesia de San Roque, los faroles que rodean la cruz de la plaza se vuelven una especie de violines pulsados por un arco del tamaño de una sierra emanando agudos sonidos, que contrastan con el grave que salta con vida de sus oxidadas tapas. El paisaje sonoro del entorno ha cambiado con esa minisinfonía efímera. El único encore posible es el aplauso para celebrar el trabajo, y los intérpretes lo vuelven también un trozo de música.